Después de los hechos
sucedidos entre febrero y abril, hechos que ya todo el mundo conoce, el país ha
entrado en una calma forzada.
El miedo se ha adueñado
tanto de nosotros que ni siquiera una acción contundente de protesta de calle
(individual o colectiva), surge. Lo supe cuando tome un avión a Buenos Aires, con la esperanza de quedarme, cuando la última imagen que recuerdo de la ciudad (de
mi Caracas existencialista) es la de los militares en las entradas del túnel,
cerca del León: esa metáfora de domadores inservibles ante una fiera exhausta,
cansada ya de pelear.
Volví (los primeros
intentos siempre son erróneos) y la tensión sigue. Decidí no revisar redes
sociales, intentar no discutir sobre política pero es inevitable: cada día
estamos más llenos de malas noticias, regocijándonos (inconscientes o no) en
nuestra miseria, incluso burlándonos de ella. Intento entender por qué no lo
puedo cambiar, intento registrar (desde mi comodidad, desde mi miedo, desde el
lenguaje) lo que nos hace esta época, lo que nos está tocando vivir.
En los feriados que han
ocurrido (el 24 de junio, el 5 de julio) me he encontrado con equipos antimotín, sobre todo hacia
el este de la ciudad; mientras que el 5 de julio, hacia el Ipsfa, viví en carne propia a una jauría que clamaba otro show císquense de militares que, en efecto , obtuvo. Me asquea, debo decirlo.
Me asquea, no sentirme cerca de esa gente y me hace sentir terrible decirlo, sentirlo, pero me pregunto: ¿cuán más bajo podemos
llegar? ¿es que acaso ya no existe la sorpresa, el estupor?
Ayer, cuando fui a dar mi
clase en la Casa B, me encuentro con un despliegue de militares/policía
militar/sujetos vestidos de verde, con armas largas y cortas, en diferentes
estaciones del metro: cuento seis en el lado izquierdo de la estación Plaza
Venezuela y dos en el andén. Ya el
sábado un titular de algún periódico me anunciaba que eso pasaría pero algo no me gusta, tanto verde es sospechoso. Mientras
camino hacia Carmelitas cuento tres afiches del presidente de China,
intercambiados con los del presidente actual y el presidente muerto. Sigue
resguardando otro equipo antimotín, desde febrero, Miraflores, y la zozobra se hace evidente.
Abundan los militares,
abundan las despedidas (las frases hechas: "Tenemos a donde llegar", "Ya casi ni nos veíamos en Caracas"), abunda esa sensación de quiebre, esa literatura sobre migración que grita ¡CÓMPRAME!, ese educarse para largarse. Abunda el
cuestionamiento, las preguntas sin respuestas.
En la noche, al llegar a
casa, encuentro nuevamente a los policías, leo en sus ojos cansados un día de
caza, algo irresoluto que los tortura (que nos tortura). Vuelvo a preguntarme: ¿Cuándo nos militarizaron?
Nos acostumbramos tan rápido,
de febrero hasta acá, a ver un montón de guardias que ahora verlos en el metro
no es tan sorprendente, o por lo menos no para la gente con lo que he hablado. A
mí me abruma. En algún momento pensé que dictadura era no poder expresarte ni
moverte con libertad, ahora sé que para lograr eso solo necesitan un elemento,
algo sencillo para privarte de todo: el miedo.
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